Literatura

jueves, 28 de enero de 2010

Fue entonces Pacheco de Suratá...



Queriendo escapar de los recuerdos, me fui a un lugar donde nunca habíamos estado, para que nadie conocido estuviera conmigo, para intentar algo solo mío. Mientras jugaba con unos aros ya comprendía el duro camino de regreso después de estar contigo. Me atreví a sonreír serenamente creyendote completamente fuera de mi cotidianidad por una tarde, luego de intentarlo como cada día vehementemente durante dos horas, similar a un entrenamiento diario para no contarme más entre tus planes.


Aún sin querer volver a la casa, me dirigía a ver la exposición que estaba durante el mes. Deambulé lentamente delante de cada cuadro escuchando sin explicación aparente voces de lontananza y ensueño, de remembranza. Hasta que me enfrenté a uno. Sí, ya lo conocía, ya había experimentado aquella curiosidad por sus formas y azulejos. Pero ¿Dónde? no atiné al lugar, hasta que vi el cuadro que me contaste que querías comprar algún día: una mujer desnuda con raíces, como dijiste también que solías verme.


Ya había estado frente a este artista, pero acompañada. Con la mano sujeta, el cuerpo besado y los labios rojos por infinidad de osculos, me enseñabas la galería a dos cuadras de tu apartamento luego de no haber ido a escuchar a Vallejo (contrario a lo que planeado), y antes de tomar algo para terminar muy bien el día.


Es que ya debería estar acostumbrada a verte en todos lados, a que cada pequeña cosa me remonte a cuando solíamos contarnos historias imaginadas.


Fui sola por unas cervezas, al fin y al cabo, por más que pareciera, ya no estabas y yo estaba así: sola.

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